
Así son mis amaneceres desde hace años, pero sólo
esta mañana me detuve a pensar qué sería de mi sin esta taza, más pequeña que
grande, más vieja que nueva, con los dibujos ya gastados por el uso diario.

Desde mi punto de vista este objeto tan sencillo es
uno de lo mayores y más significativos símbolos de civilización con que
contamos. Existen de cerámica o terracota, de cristal o vidrio, de plástico o
metal, de porcelana china. Tazas para café, para té o leche.
En algunas regiones las llaman pocillo o jarro. ¿Y
qué importa? Taza, tazón, tacita. En común todas tienen una sola asa, agregada
con el fin de no quemarnos las manos a la hora de sujetarla para beber.

Se han pintado cuadros dedicados a este popular
contenedor de líquidos. Por ejemplo: “La taza de chocolate” de Auguste Renoir o
“La taza de té” de Mary Cassatt.

Coqueteamos con la otra
persona detrás de una taza de café; adoptamos una postura correcta, o al menos
bastante erguida, cuando nos disponemos a beber. Es como si con ella entre las
manos practicáramos una gimnasia del gusto.
Una taza puede ser un refugio. El desahogo.
Silenciosa siempre; lista en cada instante para recibir el contenido.

He aprendido que vale la pena vivir por y para el
amor. Vale la pena vivir por la Vida. Pero ahora que acabo de hacer todas estas
reflexiones, ahora que acabo de servirme otro café, y en mis manos se queda la
tibieza de esta taza más pequeña que grande, más vieja que nueva, con los
dibujos ya gastados por el uso diario, comprendo que vale la pena también vivir
por esto.
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Leysa Martínez Ortiz
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